domingo, 11 de mayo de 2008

Territorios baldíos

por
Rafael Ángel Gómez Choreño


Hoy la experiencia de la muerte parece estar reducida al mero reconocimiento de cuerpos sin vida que, aunque sea profundamente doloroso, deben dejar de ocupar un espacio en el mundo. Por eso el duelo que provoca la muerte suele ser absurdamente interrumpido, para hacerse cargo de la engorrosa gestión de un pronto entierro o una inmediata incineración. Ya sea mediante la aniquilación del fuego o mediante el escondrijo que presta la tierra, lo importante es deshacerse lo antes posible de esa materia residual de lo que un día fue una persona. El dolor por la pérdida no cesa en el corazón de los dolientes, es cierto, y muchos siguen abrigando todo tipo de esperanzas sobre el fin último de sus muertos, pero aun así la intolerancia que hoy día solemos mostrar frente a un cuerpo sin vida es predominante y se ha convertido en una absurda voluntad de negación de la materialidad de la muerte.

Qué lejos están esos días en que la comunidad del muerto celebraba durante semanas enteras todo tipo de ritos funerarios para conjurar a la muerte y acompañar el sufrimiento de los deudos. Y lo que parece aún más grave: qué lejos están esos tiempos en que el asesino tenía que cargar con su muerto hasta que fuera liberado por los dolientes de éste. Por eso ahora nadie quiere sentirse responsable ante el hecho de la muerte. Hemos dejado atrás la idea de un compromiso de justicia con nuestros muertos. Quien muere, muerto está; pero quien ignora sus compromisos con un muerto, está condenado a cargar con él aunque lo haya enterrado o incinerado. Los muertos no sólo exigen justicia cuando han sido asesinados; también lo hacen cuando la muerte termina inesperadamente con el deseo o la creencia de una vida eterna. Y precisamente es esto último lo único que hemos conservado frente a la muerte en el mundo contemporáneo: el deseo o la creencia en la vida eterna. No nos gusta pensar en la muerte porque de hacerlo sería imposible eludir el hecho de nuestra propia muerte. Todos sabemos que sucederá, pero estamos convencidos de que esto no va a suceder hoy. Quizá suceda algún día, pero no ahora. Así que cuando se hace presente la muerte en el cuerpo sin vida de algún individuo, lo conozcamos o no, no podemos sino querer desaparecer la evidencia de la cercanía o la mera posibilidad de nuestra propia muerte. ¡Qué no quiero verla; dile que no quiero verla!

Tan frecuente como es la muerte hoy en día, de igual manera se ha vuelto insignificante. La muerte, incluso, puede ser todo un acontecimiento mediático, pero ya hace mucho tiempo que dejó de ser un acontecimiento importante en la vida cotidiana de los seres humanos. Para pensar en el significado actual de la muerte, es preciso pensar en su gran ausencia. No digo que ya no haya muertos; por todos lados uno puede encontrarse con la desconcertante noticia de un nuevo asesinato, un suicidio o un trágico accidente. O más allá de eso: en cualquier momento uno puede amanecer, encender el televisor y escuchar la escandalosa noticia de una nueva masacre. Y al decir “escandalosa” no me refiero al sentimiento de escándalo de los comunicadores, ellos no conocen semejante sentimiento; me refiero a lo escandaloso que resulta escuchar la facilidad con la que la noticia de una masacre puede ser confundida con acto de justicia. Por lo regular, en esos casos, se trata de un nuevo ajusticiamiento totalitario que será olvidado de inmediato por la gente, debido a la general intolerancia frente a la muerte. En más de un sentido, al morir alguien o un conjunto de personas, sólo nos gusta saber que, en algún lado, ha surgido de pronto un “territorio baldío”: transfiguración poética de un cuerpo sin vida, de una o varias viviendas abandonadas, de una plaza laboral vacante, de una o varias parejas que se han quedado sin amante, sin amor. La muerte es, pues, la noticia de un terreno baldío.

Ya nadie quiere tener presente la imagen de un cuerpo sin vida, el inevitable destino de todo cuerpo, de todo ser vivo. Ya nadie quiere sentirse el deudo de alguien que ha desaparecido de la existencia, que ha dejado de estar presente en nuestras vidas. No hay compromiso más incómodo que tener que derramar algunas lágrimas, en compañía de otros, para hacer un poco de memoria sobre aquellos que se nos han adelantado. Sufrir por la muerte de otros ha dejado de ser una promesa compartida, cuyo cumplimiento podía garantizar certeza y honorabilidad. Ahora es un lujo que sólo es permisible algunas horas tras el fallecimiento de una persona. Velar a un muerto pocas veces implica acompañar al cuerpo inerte o a sus dolientes, ya sólo es una manera más de socializar para estrechar un vínculo social o político. Por eso es suficiente con cumplir con algunas horas en el incómodo rito de tener que velar a un muerto. Y cada vez es menos común, salvo en algunas comunidades fuertemente rurales, prolongar la jornada de las sagradas festividades para conjurar los demonios de la muerte: las honras fúnebres.

Hace ya mucho tiempo que nadie piensa en la muerte. Se la representa de todas formas y hasta hay quien le rinde culto, pero ya no se la piensa. Por el contrario, muchos huyen de ella aunque sepan que es ineludible. El problema es que ya nadie la piensa como un espacio que puede habitarse, sino como un hecho o personaje que agota definitivamente la vida. Ahora bien, si bien es cierto que la muerte llegó a ser una región completa del mundo humano en otros tiempos —ese territorio apenas marcado por la imposibilidad de la memoria y la esperanza— hoy ya no es más que una mera exclamación que nos informa sobre la presencia de otro cuerpo sin vida, de otro “terreno baldío”. Ya no hay más geografías fantásticas que imaginar a partir de la muerte, cuya antigua vecindad con la vida hizo posible la imaginación de todo tipo de tránsitos iniciáticos o hasta heroicos, desde los que se le podía dar, sobre todo, un sentido sagrado a la vida.

Quizá lo más triste de contemplar a los muertos como territorios baldíos no sea el pensarlos como cuerpos sin vida, sino como cuerpos en los que ya nadie puede producir algo. El cuerpo de una persona no sólo es la habitación de su vida; sobre todo es un espacio, un terreno, una geografía, donde la vida se produce y se reproduce, incluso cuando sucede la muerte. Los viejos rituales funerarios tenían precisamente la función de conjurar imaginaria y simbólicamente la infertilidad de los cuerpos inertes. Permitían una continuidad fantástica entre los cuerpos sin vida y la presencia fantasmal que suele quedar en el corazón de los dolientes del muerto. Los funerales permitían dedicar el tiempo que fuese necesario para la construcción simbólica de dicha continuidad. Hoy sólo podemos atestiguar la manera como los cuerpos sin vida se convierten inmediatamente en territorios baldíos que hay que destruir, ocultar o cuando menos enmascarar con epitafios o anuncios publicitarios.


Ciudad de México, 12 de abril de 2008.