domingo, 15 de junio de 2008

¿Seguridad pública?

por
Rafael Ángel Gómez Choreño

En las últimas semanas hemos podido atestiguar una gran movilización policíaca y militar contra la “delincuencia organizada”. El motivo es —al menos en el papel— el incremento de los actos delictivos en todo el país. Sin embargo, me pregunto si semejante despliegue simbólico de la fuerza del Estado ha sido necesaria sólo para controlar a la "delincuencia organizada", para invitar a la moderación de los esfuerzos criminales, para asustar a los "chicos malos", o se trata simplemente de entrarle al juego y al negocio de los "espectáculos públicos". El pretexto es bueno, nadie lo duda, pues se trata de la mismísima seguridad pública. Y no hay nada mejor para el animo del ciudadano común que enterarse en las noticias de la "guerra contra la delincuencia": una guerra en las calles por el control de las calles.

Hoy sabemos, pues, que la actual inseguridad de nuestras calles tan sólo es un momento de tránsito a un estado mejor de cosas. Y debemos sentirnos tránquilos ya que el Gobierno de Felipe Calderón busca garantizar la seguridad pública haciendo de ella un tema de la agenda federal de seguridad nacional. Ejército y policía van en un mismo esfuerzo por un México mejor. La idea, sin duda, es conmovedora y exalta todo lo mejor de mi nacionalismo trasnochado, pero me preocupa que la falta de inteligencia, que parece rodear todo esto, nos lleve a un nuevo registro de la inseguridad pública en la ciudad del sinsentido.

Aunque el tema de la seguridad pública ha ocupado un lugar prioritario en la agenda política de nuestros gobernantes y legisladores, de nuestros científicos sociales más destacados y nuestros más ilustres periodistas, es evidente que aún no ha llegado el momento adecuado para atestiguar el quebrantamiento de las complejas redes de poder de la "delincuencia organizada". El sentimiento de inseguridad va en aumento y no necesariamente por causa de las acciones de los delincuentes. Antes, por todos lados empieza a surgir una inquietud por la presencia apabullante de tanto policía y militares. Yo todavía no logro precisar a quien le tiene más miedo el mexicano promedio: al secuestrador o al militar, al narcotrafincante o al policía judicial, al asaltante callejero o al patrullero.

En los últimos años hemos tenido que escuchar o leer, tanto en espacios informativos como en espacios de análisis periodístico, que la inseguridad se ha convertido en uno de los temas de interés nacional que más nos preocupan a los mexicanos. Pero, ¿qué tan cierto es esto? ¿Cuándo empezamos a necesitar que los periodistas nos informen y los expertos nos expliquen nuestras preocupaciones?

El miedo, que en otras circunstancias podríamos considerar la más fina expresión de nuestro sentido común o de nuestro instinto de conservación, en últimas fechas se ha convertido en el catalizador de nuestros más violentos prejuicios sociales. ¡Qué importa si tenemos motivos suficientes para sentirnos temerosos frente a diversas presencias amenazantes! No sabemos ni cómo ni cuándo el sentirnos amenazados se convirtió en una costumbre que deteriora demasiado rápido lo mejor de nosotros mismos. Creemos ver a enemigos en todos los rostros, incluso en aquéllos que antes —hace no mucho— nos parecían amigables o hasta amables. La incertidumbre, además, se ha apoderado de nuestras formas de habitar los espacios, sin importar lo público ni lo privado. Nuestra capacidad de movernos en los espacios de la vida civilizada con tranquilidad está agotada, está derrotada por esa preocupación general por lo que sucede en el espacio público. Una guerra, una lucha de pandillas, un enfrentamiento a muerte, nada importa más que el hecho simple de que esa lucha en las calles por el control de las calles ha hecho del espacio público un conjunto de espacios donde ha de verificarse y resolverse el gran conflicto social de nuestros tiempos. 


Ciudad del Sinsentido, 15 de junio de 2008.

Superficie y silencio

por
Rafael Ángel Gómez Choreño

Vivir sin construir experiencia de lo vivido es tanto como vivir vegetando. Sin embargo, la pura idea de ser como un rábano o una lechuga me hace pensar en las profundidades de la memoria inscrita sobre los cuerpos. Para empezar, los cuerpos registran memoria más allá de la conciencia, contra ella o en su menoscabo, precisamente porque su naturaleza es la de ser superficie: el lugar donde sucede todo lo vivido, todo lo experimentado, todo lo padecido, todo lo disfrutado. La memoria del cuerpo es una historia de violencias inscritas, mayores o menores, telúricas o cataclísmicas. Su política es por eso la del sinsentido, la de la inconsciencia, la de lo involuntario.

Marca, inscripción o estigma, ¿qué importa la diferencia? La memoria del cuerpo es una memoria de las cicatrices, de un lento ir olvidando la violencia perpetrada. No es, por lo tanto, una memoria elaborada a través de imágenes objeto del recuerdo, sino violencias objeto de la regeneración y el olvido. El cuerpo, en este sentido, está más allá de la imaginación; es el lugar donde puede inscribirse toda experiencia posible, toda vivencia consciente o inconsciente. Y su poder, para bien o para mal, es el de un espacio íntimo desde donde surgen y se desvanecen todas nuestras imaginaciones. Vivir vegetando, por tanto, no es tan grave como parece salvo por el hecho de que vivir vegetando suele ser, en los seres humanos, el síntoma de un excesivo conservadurismo.

Las personas se resisten a construir experiencia por que así creen que pueden mantenerse salvos de todo lo que les sucede. Es inevitable que la envidia, el odio, el amor o el deseo de otros dejen su marca en nuestros cuerpos, de una forma o de otra; pero hay quienes creen que si no piensan en ello esto deja de existir. Pues bien, afortunadamente el cuerpo lo registra todo en su memoria más allá de los designios de nuestra voluntad y sabe que nunca está a salvo, que siempre está puesto en juego, que no tiene más destino posible que el riesgo de poder perderse en la perpetua discontinuidad de todo lo otro. Difrutar esto es, contra lo que podría parecer a la mirada ingenua, un camino de liberación. La construcción de nuestras experiencias, sobre todo aquellas con un claro sentido moral, sólo es posible, sin hipocresía, cuando volvemos sobre nuestras cicatrices y dejamos que nos hablen en la intimidad del silencio. Y si alguna vez hablamos de ello con franqueza, incluso entonces no podrémos evitar que las palabras traicionen la intimidad de lo que se vive y se disfruta o se sufre en el más profundo silencio: el silencio de un espacio de superficie.

La intimidad es un espacio para vivir en el silencio, para disfrutar desde el silencio.


Ciudad del Sinsentido, 15 de junio de 2008.